miércoles, 19 de mayo de 2010

LA IDENTIDAD PRESTADA


Al lado mío: mi pareja observa, sorprendido, un video reciente de Mónica Naranjo en los laberintos virtuales de YouTube. Hombres disfrazados de mujeres, mujeres semi-vestidas y fondos multicolores adornan una música que acelera de forma irremediable el sístole-diástole de mi corazón. Uno ya conoce de memoria el Punchispunchis de este siglo. La cámara, tan ágil como ebria, capta la figura de los bailarines que cambian de escenografía a ritmo de una foto por segundo. La Mónica: bailarina, pianista, recamarera, se acompaña de estos seres indefinibles por naturaleza en un viaje con mucho cambio pero carente de sentido. Las identidades se confunden en un mar de estímulos que nos llevarán, quizá, a preguntarnos si habrá algún desenlace en esta historia o, sencillamente, hay que dejarse llevar por el instante sorpresivo y olvidarse del control.



Ahora silencio. El teatro ha terminado. Nuevas imágenes suplirán a estas últimas, tarde o temprano. Y todo ello se suma a las reflexiones de estos últimos días en torno a la identidad.


¿Quiénes somos, realmente? Desde nuestro nacimiento, somos invitados por nuestros anfitriones: familia, maestros, amigos, sociedad, país, a formar parte del mundo utilizando una descripción propia fácilmente ‘adivinable. Las primeras actitudes que asomen desde nuestro interior, como delicadas posibilidades en vías de experimentación, formularán las primeras palabras descriptivas de lo que eventualmente denominarán ‘personalidad’. Recordemos que, en griego, la raíz etimológica de ‘persona’ significa máscara.


¿Qué máscaras han de regalarnos aquellos que nos rodean? ¿Qué mira y percibe quien me ve? Soy: ¿Travieso?, ¡Malhumorada! Ahhhh tierno… Feliz, melancólico, curioso, un chiste, soñadora, efusivo, nerviosa; distraído. ¿Terca? De carácter fuerte. Estas palabras, como semillas, germinarán en los surcos del pensamiento de los pequeños (que también fuimos), creando una tierra particular donde sembrar posibilidades que se ajusten a esos patrones repetitivos de lo que otros creyeron, de momento, que sería la domesticada identidad. Y esta porción de tierra del Ser cuya esencia corre un riesgo real de erosión temprana, en aras de lograr la aceptación del entorno, podría convertirse en una cárcel invisible si acaso no pugnamos por romper el molde impuesto de la falsa identidad.


Eso que defendemos posteriormente con ahínco no es más que un fantasma, vagando en un laberinto de máscaras. No importa si se trata de un rasgo de carácter, la ropa que vestimos, la profesión elegida o el cúmulo de ideas con que definimos lo que creemos ser. ¿Qué nos lleva, realmente, a la certeza definitiva de que eso que pensamos es auténtico? La auto-descripción es una forma convincente de entregarles a los demás una referencia simple de un mundo interno extraordinariamente complejo. La condición real de aquello que habita en nosotros es la imposibilidad de su descripción; pues si reflexionamos a fondo:


- No podemos ser lo que pensamos: a menos que indaguemos en la difícil práctica de calmar nuestro ruido interno, la agilidad del proceso mental y su eterna capacidad de sobrestímulo sugieren demasiados cambios como para lograr definir algo en específico, en especial a nosotros mismos más allá del instante presente.






- No podemos ser, de modo auténtico, nuestra idea del mundo: parte de ella nos fue heredada; otra parte fue asumida posteriormente en base a vivencias, mismas que no han terminado y corren el feliz riesgo de cambiar. Y la mayoría son enseñanzas que nos fueron impresas en un nivel profundo y repetitivo; enseñanzas que hubiesen sido del todo distintas de haber nacido en otra cultura, con otros padres, en un entorno ajeno al que me define hoy en día. Y mi verdad, por supuesto, podría haber sido incluso opuesta a aquella que me describe hoy.






- No podemos ser lo que sentimos. Cada momento florece y se marchita trayendo consigo infinidad de sensaciones que dan la apariencia de estabilidad, pero que a fin de cuentas resultan tan efímeras como un paisaje que se desdibuja a diario.






- Lo que somos es, en parte: sueño. Me despojo de la personalidad cada noche. Olvido quién soy durante el ciclo del dormir profundo. Debo destejer, como una moderna Penélope, la historia que he hilvanado durante años: la suma de mis vivencias, con el fin de renovarme en cada tránsito de la noche hacia el día (hay quienes eligen sin embargo una vida nocturna. ¿Por qué no?) Si me viese forzado a permanecer despierto, tal vez le daría horas extras a mi máscara; pero mi cuerpo desfallecería.










- Lo que somos es, en gran medida, memoria: aspectos de ella quedan sepultados en el infranqueable reino del inconsciente. Diría que la mayor parte de estos recuerdos se instalan en las cuevas profundas de nuestra psique y no salen a menos que alguien arroje luz directa sobre ellos. Cosa que no sucede muy a menudo, sobre todo en esas muchas ocasiones donde lo que se recuerda es la desaparición paulatina de la inocencia ante la vida.






Nuestra identidad, en resumidas cuentas, es un cúmulo de sueños, vagos recuerdos, imitaciones de otros, búsqueda de semejanzas y auto-definiciones de las cuales jamás podremos estar del todo seguros, a menos que nos libremos de la necesidad implacable de que otros nos acepten, tal cual somos. Y este Ser mayúsculo, del todo indefinible, no conoce las limitaciones de la materia: es todo Espíritu. Me parece que ahí es donde realmente adquirimos nombre, uno con el que todo hombre o mujer sobre la Tierra podrían identificarse. Más allá de cualquier identidad prestada, simplemente Somos. Esto es lo que nos hace libres, pues en el terreno del Ser no hay diferencias entre esto y lo otro; no resulta necesario describirse de ningún modo específico, no somos limitados a repetir el mismo papel en cada obra teatral y, ciertamente, no nos sentimos forzados a defender la pequeña porción de divinidad que me enseñaron debía preservarse como única joya y por pocos elegida.






Salgamos ya del laberinto. Nuestras máscaras nos sirven para el juego, pero no necesariamente para el encuentro. Las almas, cuando no son piel, son luz de brillantes tonalidades y resplandores que no se niegan el derecho a iluminar el mundo. Es ahí donde, por fin, recordamos nuestro verdadero nombre: UNO.




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